Tenerife: El Puerto de la Cruz

De vuelta de vacaciones (hay que ver que poco dura lo bueno) ya estamos de nuevo metidos de pleno en la rutina diaria.

De aquellos festivales, tan solo quedan los recuerdos de unos días que se esfumaron como la arena del mar entre los dedos y las fotos de rigor que te permiten aseverar que todo aquello pasó en realidad, que no fue un sueño.

Producto de esos días de asueto y relax, inicio aquí una pequeña muestra de mi paso por esta bella isla. Pequeña en dimensiones pero grande en rincones que rezuman el sabor a tierras más cercanas al continente americano que a la península. (abajo vistas de la ciudad y el omnipresente Teide)

Como punto de partida de todo peninsular que se precie, hay que tomar aposento en el Puerto de la Cruz, (para los “guiris” ya quedan reservadas las costas del sur). Según creo recordar, tuvo su origen como ciudad turística en el XIX propiciado por el floreciente comercio del plátano a través de una naviera inglesa, que aprovechó para acercar a estas tierras a sus compatriotas.

En la actualidad resulta difícil distinguir quien es quien en este lugar, multitud de razas y nacionalidades en un abanico de todos los colores. Los nativos del lugar, que viven por y para el turismo, son gentes de trato afable y hablar pausado. Anecdótico resulta al principio oír por doquier: ¿Qué quieres mi niño?, mientras vuelves la cabeza buscando al susodicho infante, hasta que comprendes que se refieren a ti.

Sus calles en constante bullicio, están repletas de innumerables tiendas de souvenir y casas de comidas cuyos empleados te asaltan en plena calle con la propuesta del menú correspondiente. Por cierto, al final de un paseo por sus calles llevarás en tus bolsillos tantas ofertas de dónde comer como para hacerlo durante el año entero.

La ciudad se extiende a lo largo de la abrupta costa y al pie del precioso valle de la Orotava. El centro turístico por excelencia se extiende a lo largo del paseo de San Telmo, amplio paseo marítimo jalonado de las mencionadas tiendas y bares, con amplias zonas ajardinadas, muy bien cuidadas por cierto, y que culminan en su parte norte con el complejo del Lago Martianez, obra de Cesar Manrique, natural de la vecina Lanzarote. Se trata de un conjunto de lagos artificiales de agua salada rodeados de palmeras, bello paraíso a pesar de ser artificial.

Por las noches, proliferan los sitios de copas por doquier, pero entre ellos, me quedo con la Plaza del Charco. Animadas terrazas nocturnas con música en vivo donde reposar la cena al compás de la música. (abajo fotos del Lago Martianez)

Del resto, quedan sus playas, pequeñas pero numerosas, pocas de ellas con arena. La mayoría son de cantos rodados, cuidado el que piense pasarse el día tumbado al sol (a no ser que tenga espíritu de faquir). Al que los largos días de playa le resulten anodinos (es mi caso) la oferta se amplía entre el Loro Park, Pueblo Chico, El Botánico… de los que iré comentando más adelante.

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